Por Guido Von Der Walde, Head of Development
Empecé mi carrera creativa en Argentina en una época en la que el fútbol no nos sonreía, pero en la publicidad nos sentíamos campeones del mundo. Nuestros ídolos no eran Messi ni Di María, sino Agulla, Baccetti, Del Campo y una generación de jóvenes talentos que lograron que los taxistas comentaran sus comerciales con los pasajeros, y que los publicistas más reconocidos del mundo los aplaudieran en los festivales más prestigiosos. Nuestra arma secreta era típicamente argentina: el desenfado creativo.
La eterna rivalidad con Brasil se había extendido a nuestra disciplina, y su “jogo bonito” se traducía en un craft visual impresionante. Al mismo tiempo, competíamos contra el poderío económico estadounidense, la sutileza inglesa, la excelsa narrativa española y la locura japonesa. La publicidad se había convertido en un negocio casi artístico, donde el éxito de una campaña parecía medirse únicamente por su nivel de arrojo y novedad.
Sin embargo, esta tendencia no duró mucho. Cuando los anunciantes comenzaron a darse cuenta de que esas campañas que triunfaban en el mundillo publicitario no siempre lo hacían en el mundo real – el de los negocios – los financieros tomaron el control y la publicidad se “acható”. Pero la adicción a los premios ya corría por las venas de nuestra industria, y el síndrome de abstinencia nos llevó a actuar de manera intempestiva. Así nació el trucho.
El trucho era, básicamente, publicidad con algún elemento ficticio. Las agencias inscribían campañas que nunca habían sido brifeadas por un cliente, o que a veces ni siquiera habían visto la luz. A veces conseguían el permiso de la marca para publicarlas solo el tiempo necesario para confirmar su existencia, otras se inventaban el cliente o recurrían a anunciantes semi-reales dispuestos a firmar la pieza. Esta práctica llevó a que los reels de ganadores se inundaran con campañas de bien público, generalmente avaladas por organizaciones sin fines de lucro que, ante sus limitaciones presupuestarias, aceptaban lo que fuera que su agencia les trabajara gratis. Esto se convirtió en un terreno fértil para que los creativos liberaran su imaginación y cosecharan cuantiosos laureles.
Personalmente, creo que fue un momento muy nocivo para la publicidad. Mostró nuestra prostitución en su máximo esplendor, usando la solidaridad como un medio para un fin tan superficial como alimentar nuestro propio ego.
Aquí podría haber terminado esta columna, y te dejaría con un sabor bastante amargo. Pero hace poco Pollo Martínez, head creativo de la agencia, nos presentó los ganadores de Cannes Lions y conecté con una idea diferente que me hizo replantear la aportación positiva que tuvieron esos truchos. Como bien dicen, no hay mal que por bien no venga.
La proliferación de las campañas de bien público nos permitió ver que la publicidad podía ser buena no sólo en términos de creatividad, sino también en cuanto a su intención. Nos dimos cuenta de que una campaña publicitaria creativa era mejor si, además, buscaba hacer el bien. Y, poco a poco, los casos inventados dieron paso a proyectos reales que resolvían causas sociales legítimas, muy bien fundamentados, en los que se invertía mucho tiempo y pensamiento. Hoy estas ya no son simples campañas, sino plataformas multidisciplinarias donde la publicidad es solo una parte del engranaje. Generalmente comienzan con un problema de comunicación, pero la solución se desarrolla en colaboración con empresas de innovación tecnológica, de datos y otras disciplinas más científicas que la nuestra. Y no las firma cualquier fundación, sino ONGs de renombre y, aún más importante, marcas que ya entendieron que generar un impacto positivo en el mundo es una condición para su éxito comercial, invirtiendo, por ende, grandes presupuestos en estos proyectos.
Aquella sed de premios que nos llevó a crear los truchos, sin darnos cuenta, fue la piedra angular para conformar el reel de Cannes que vemos hoy. Si lo han visto, notarán que el impacto positivo de una idea publicitaria no solo es bienvenido, sino que suma puntos. Si al acabar un caso, además de sus resultados de marketing y negocio se habla de cómo ayudó a alguien, entonces llega el aplauso. Esta es una nueva unidad de medición para nuestro trabajo creativo, que nos empuja a ser una industria mucho más responsable, significativa y valiosa. Hemos aprendido que nuestro talento, además de entretener y vender, puede aportar algo bueno al mundo.
Hoy la industria del marketing tiene la oportunidad de hacer historia. La publicidad que no deja huella, no merece existir. Sigamos trabajando para que nuestras campañas sean, más que anuncios, agentes de cambio.