Por Gabriel Martínez, Sr Communications Executive

En estos meses he visto cómo la conversación sobre inteligencia artificial gira casi siempre alrededor de la palabra “automatización”. Parece que la promesa más seductora es producir más, más rápido y con menos esfuerzo. Y sí, eso puede sonar atractivo en los números, pero la verdad es que también es un arma de doble filo.

Cuando automatizamos sin pensar en el propósito detrás, corremos el riesgo de vaciar de sentido lo que hacemos. Es muy fácil caer en la trampa de usar la IA como un atajo: correos genéricos que nadie lee, contenidos que parecen copiados de otros, interacciones con clientes que suenan impersonales. Todo eso termina en un resultado eficiente en apariencia, pero débil en impacto.

Hoy, cualquier persona —sea experta en tecnología o completamente principiante— puede generar en segundos una selfie con Messi en la luna o una foto de Taylor Swift en Marte. Esa democratización es fascinante y, para muchos, el primer paso a un uso exponencial de la IA. El problema es que si nos quedamos solo en esa superficie, lo que obtenemos es volumen, pero no necesariamente valor.

Lo que realmente importa no es la velocidad ni la cantidad, sino la relevancia. La inteligencia artificial debería estar ahí para potenciar la creatividad, para amplificar las ideas, no para sustituirlas. Cada marca, cada comunicación y cada interacción necesita una narrativa que la sostenga, un porqué que conecte. De lo contrario, estamos dejando que la automatización se convierta en ruido.

Creo que el reto no es producir más, sino producir con sentido. La IA es una herramienta valiosa, siempre y cuando recordemos que la tecnología no reemplaza al criterio, ni mucho menos a la empatía. Porque lo que conecta al final no son los procesos automáticos, sino la capacidad de hablarle a las personas de una manera auténtica.